Mi cadáver, como el pequeño portarretratos tirado en el
suelo, con su cara de cristal rota y su marco lleno de pequeños agujeros, es
carcomido por el olvido y el tiempo. Una luz vacilante que la luna emana sobre
el universo, acaricia el terciopelo de la cortina, baila con el viento, y las
pisadas de aquel bailoteo lunático pintaban de vez en vez mi brazo derecho,
aquel que quedó cerca de la ventana. Ahí está mi cadáver, acariciado por el
recuerdo de una vida anterior y devorado por las bocas de insectos hambrientos
de piel… y la muerte, hambrienta de almas, pensamientos, caricias y besos. Ya
no recuerdo con exactitud quién soy, quién fui o quién seré, ni siquiera
recuerdo cómo fue que cerré la puerta. Sólo sé que desperté muerto.
Una dama, de piel blanca y ojos resplandecientes, cuidaba
la habitación que era tragada por la espesa neblina de la incertidumbre. Nos
observábamos mutuamente. Sé que ella sabe todo de mí, yo sólo sé de ella que
parpadea de vez en cuando. Hasta que llegó la noche —todos los días eran de
noche—, en que ella se deslizó por la espesa neblina que nos rodeaba y, con un
silencio que estremecía hasta la sangre de los dioses, habló dulcemente en mi
pensamiento. Dijo, con elegancia, que había que levantarse y no quedarse
dormido en los laureles que crecerían en este olvidado lugar. Sentí, por
primera vez en mucho tiempo, mi helado aliento.
Nunca es fácil despertar de la muerte, pero ahí estaba,
justo en el momento de un final que comienza. Incorporado, me dirigí hacia la
puerta, sólo para ver que el mundo seguía siendo tan devastador, como aquel
inmenso letargo.