miércoles, 25 de abril de 2012

Letargo


Mi cadáver, como el pequeño portarretratos tirado en el suelo, con su cara de cristal rota y su marco lleno de pequeños agujeros, es carcomido por el olvido y el tiempo. Una luz vacilante que la luna emana sobre el universo, acaricia el terciopelo de la cortina, baila con el viento, y las pisadas de aquel bailoteo lunático pintaban de vez en vez mi brazo derecho, aquel que quedó cerca de la ventana. Ahí está mi cadáver, acariciado por el recuerdo de una vida anterior y devorado por las bocas de insectos hambrientos de piel… y la muerte, hambrienta de almas, pensamientos, caricias y besos. Ya no recuerdo con exactitud quién soy, quién fui o quién seré, ni siquiera recuerdo cómo fue que cerré la puerta. Sólo sé que desperté muerto.
Una dama, de piel blanca y ojos resplandecientes, cuidaba la habitación que era tragada por la espesa neblina de la incertidumbre. Nos observábamos mutuamente. Sé que ella sabe todo de mí, yo sólo sé de ella que parpadea de vez en cuando. Hasta que llegó la noche —todos los días eran de noche—, en que ella se deslizó por la espesa neblina que nos rodeaba y, con un silencio que estremecía hasta la sangre de los dioses, habló dulcemente en mi pensamiento. Dijo, con elegancia, que había que levantarse y no quedarse dormido en los laureles que crecerían en este olvidado lugar. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, mi helado aliento.
Nunca es fácil despertar de la muerte, pero ahí estaba, justo en el momento de un final que comienza. Incorporado, me dirigí hacia la puerta, sólo para ver que el mundo seguía siendo tan devastador, como aquel inmenso letargo.